sábado, 20 de marzo de 2010

Extremo Austral


-me carga salir el sábado!

Luego de tal grito, agarre mi almohada, la abracé con fuerza y me di vuelta hacia la ventana, intentando dormir nuevamente.

Una hora después llevaba la misma almohada en el asiento trasero del amplio Toyota Corolla, tipo station Wagon, con una rabia inmensa de haber abandonado mi cama a las 5 de la mañana a experimentar el frío madrugador. Como vivimos en Punta Arenas, son comprensibles las puntadas gélidas fortificadas por las sombrías extensiones sin límite de la noche, que perduraba gran parte del día.

Lamentable para mí - y no para mis padres que adoraban la vista de la carretera austral, con sus interminables campos desérticos escasamente salpicados de vegetación-, esta travesía se repetía religiosamente cada mes, llueva, truene, esté nevando o con ventarrones (y no rara vez todo lo anterior junto) para visitar a los Gonzáles, para compartir un cordero, tragos y risas, en medio de la nada.

Y era así: los Gonzáles eran propietarios de una de las tantas parcelas aledañas a raros núcleos urbanos. En realidad, y a mis recién cumplidos trece años, yo no podía comprender dónde terminaba cada población. Para mí era sólo eso: Punta Arenas. Amigos, monos de nieve, días largos en verano y noches eternas en invierno.

Eran las seis y treinta, y entre el movimiento del vehículo exagerado con las piedrecillas del camino, y el sonido de algunas de ellas rebotando contra el vidrio cuando otro vehículo pasaba en sentido contrario (recién cinco o más años después vine a entender el porqué mi padre colocaba su mano sobre el vidrio, en un afán de evitar que se rompa) me resigné a apretarme la almohada contra mis oídos y me senté.

Asomando mi cabeza por la ventana pude apreciar entonces el espectáculo más impresionante y a la vez monótono de todo el camino. Cerros de tierra, pasto entre piedras como estrellas en el inmeso firmamento obscuro de la noche. Mientras, sonaba un cassette grabado de la radio, con comentarios de locutor y todo, que cuando terminaba mi madre daba vuelta una y otra vez. Cuando por fin se dió por vencida de cantar a las Pandoras, buscando en la guantera encontró una vieja grabación de Locomía. (Ahora me explico porqué me las sé de memoria)

Pero en el horizonte no se veía ni por curioso el sol, sólo un resplandor rojizo que aumentaba y teñía bellamente el cielo.

Y es entonces cuando pienso que el cielo magallánico es como las ruinas de una vieja cultura maya, escondida bajo tierra. Sólo quien tiene la oportunidad de verlo puede mantener ese recuerdo único en la retina, casi como si estuviera allí. Casi es imposible describir tal espectáculo de la naturaleza, que al ritmo de la Rumba Samba Mambo puede mantener eternamente ocupado el pensamiento inhóspito de tres almas que viajaban en la carretera austral, preocupados sólo de apreciar el show gratuito que ese paisaje nos tenía preparado. Además de una carne de cordero de sabor único.

jueves, 13 de agosto de 2009

Al final del día

El niño tres surcos bien largos
en la tierra había dibujado
Con rastrillo y pala
el recién iniciado campesino se regocijaba.

-Ya es tarde- y pensó en su cama,
mientras su barriga de hambre tartamudeaba.
Arreglaba su equipo cantando
cuando poco a poco ciego fue quedando
no atendía a lo que acaecía
y desesperado se terminó arrastrando.
Por tropezar con la pala
el confundido niño a los pies de su caballo dió
y del miedo horrendo
este corriendo y cerro abajo desapareció.

Era obscuro a derredor
y el pequeño sus grandes ojos cubrió
rogándole a cuanto santo
su padre alguna vez le mencionó.

El lloraba desconsolado
y de pronto un lamido él sintió
era Talo, su fiel mascota
que a su lado se sentó.

Y cuando al fin de la cobardía prescindió
miró al frente y su padre un abrazo le extendió.
- Hijo mío, ven a mí de una vez
y ya no temas, que el eclipse escondido está otra vez.

miércoles, 1 de julio de 2009

La Ciudad de la Alegría

Y Thomas, estudiante Universitario, no podía conciliar el sueño.

Eran ya las cinco de la mañana, y aunque intentaba una y otra vez cerrar las pestañas, no lo lograba.

En su escritorio tenía una vela encendida, de estas aromáticas, que intentaba oler una y otra vez sintiendo muchas veces como el humo penetraba incómodamente las fosas nasales, y nuevamente la dejaba en el centro de la mesita de noche que tenía ubicada al lado de su cama. En realidad, cumplía la función de velador, y no porque no tuviere uno, sino porque la mesita le gustaba mucho.

Entonces comenzó a escribir.

Imaginó a una gran caravana de payasos recorriendo las calles de su antigua ciudad.

Muchos, con serpentinas dando volteretas y sonriendo mientras saltan y juegan con el público que los admiraba.

Otros, tocaban flautas y otros instrumentos al compás de la música, que sonaba desde un gran carro alegórico con una orquesta en su interior, todos vestidos de payasos.

Y habían niños, muchos niños, comiendo algodones de azúcar, y manzanas confitadas. Imaginó a uno de ellos perdiendo uno de sus dientes de leche mientras mascaba una gran manzana confitada.

Otro niño, más pequeño, le lanzaba palomitas de maíz a uno de los payasos, mientras esperaban que la caravana avanzara. El payaso, sin dejarse esperar, se volteó y le hizo sonar una corneta en la cara. El niño, se asustó y corrió a la falda de su madre que conversaba con su vecina sobre recetas de cocina.

Y mientras imaginaba y escribía sobre lo que allí ocurría, pensaba: le llamaré a esta ciudad la ciudad de la alegría.

Y comenzó a describir cuanto allí podría suceder: los adornos de las casas, volantes anunciando los circos cercanos, y los programas de las interminables caravanas de payasos que recorrían la ciudad.

Y se dijo: muchos payasos al fin y al cabo, aburrirían.

Así que le agregó algunos magos haciendo sus travesuras en carpas, distribuidas en varios puntos.

Y desfiles de niños, que se disfrazaban. Ellos participaban en grupos organizados de disfraces, y se llamarían Compañías nacionales de disfrazados. Y cada mes debían elegir un tema para representar.

Y pensó luego en que más le faltaba a su ciudad, y se dijo “Una ciudad sin provisiones no puede alimentarse”. Así que proveyó a los habitantes de tiendas, pero todo debía ser en torno a la alegría.

El Alcalde, Don Javier Mucharrisa, tenía un arduo trabajo asegurándose que la alegría brotara por todos los ciudadanos del poblado.Y porqué no decirlo: su fiel secretaria, Mirchis Tosa, que cada día le preparaba su agenda, porque él era muy distraído (si mejor hubiere sido ella la alcaldesa).

Y diseñó entonces el Palacio Risotada, desde donde las principales autoridades hacían crecer la Ciudad de la Alegría.

Pero Thomas, mientras escribía, fue poco a poco cayendo en el sueño, hasta que de un minuto a otro no pudo más…

…y antes que pudiera darse cuenta, ¡Thomas estaba en su ciudad!

Lo primero que hizo, es mirarse a si mismo en el vitral de la famosísima Clínica Odontológica Risa Eterna (Donde le perfeccionamos su risa). Estaba vestido como payaso.

Todos los transeúntes caminaban con corbatines, serpentinas, y sonrisas… pero ¡un momento!… ¿Todo el mundo sonreía? Es que acaso… ¿Thomas estaba en el mundo ideal?

Y Thomas caminó por la calle Buen Humor, mirando las tiendas y a la gente caminando. Los automóviles que a veces pasaban tenían colores vistosos, sin embargo la gente prefería los monociclos y las bicicletas en miniatura para movilizarse.

Y notó que efectivamente, todo el mundo sonreía.

Pero unos gritos le llamaron la atención: provenían de la otra vereda, desde la tienda de regalos “Caja de sorpresas” (Lleve dos y le regalamos un chiste). Un tipo, con una peluca gris y dos grandes mechas hacia el cielo, gordo y vestido como payaso elegante (supuse de inmediato que era el jefe), sonreía con la mejor de las sonrisas que pude haber visto hasta ahora. Al frente de él, un tipo triste, vestido de verde y con una peluca amarilla, el único con esa cara. Y el jefe le decía:

- ¡Pues si no sabes sonreír, no perteneces a este planeta! ¡Estás despedido! ¡Y más te vale sonreír, porque si te pilla la policía, te arrestan de inmediato! ¡Ya conoces las leyes! ¡Sonríe hasta el fin por siempre!

Y se volteó, con la misma sonrisa con la que salió, golpeando la puerta de su tienda.

Y ahí Thomas se dio cuenta de lo que ocurría: la gente, discutiendo y maldiciendo la infinidad de problemas que había acarreado la falta de servicios que no fueran el afán de mantener tal sonrisa: habían academias de chistes, tiendas de malabares, artículos de diversión… pero la gente no tenía si quiera donde guardar sus ahorros, porque el Banco Nacional de la Alegría sólo recibía depósitos de chistes (que ya me parecía la única forma de pago existente). Y cerca de él, oyó una conversación (de una persona, por cierto, hipersonriente):

- ¡Ya me quitaron todo! ¡Como no tengo ánimo de contar chistes, me embargaron todas mis cosas! ¡Me dijeron que tenía que pagar una multa de doscientos chistes si quería recuperar mis cosas, antes del próximo mes! ¡Estoy arruinado!

Y no pudo más, y comenzó a llorar. Como si de un alienígena se tratara, la gente se detuvo a mirarlo, como si hubiera robado alguna tienda comercial. Y llegó un vehículo rosa, del que salieron dos payasos (aun más sonrientes) con varas inflables de color rojo. Acto seguido, esposaron al sujeto triste con dos anillos de goma amarillos y con una gran cerradura, al cual le hicieron girar una gran llave inflable. Luego, lo metieron al vehículo, y se lo llevaron.

Y antes de abandonar la calle, se abrió el vidrio de caramelo del lado que daba hacia Thomas, y se asomó uno de ellos, diciéndole:

- Si al regresar no sonríes, te llevaremos a ti también.

Y luego… luego… el despertador sonaba sobre la mesita-velador de Thomas. Y los escritos yacían en el suelo, desordenados.

Y Thomas, se decidió tirarlos al cestero de basura, tomó su toalla, y se dirigió al baño, mientras se decía a sí mismo:

- Aún prefiero mi vida como es, tal y cual, porque los problemas que tengo, ya los conozco de antes.

El regocijo del gran empresario


Eran las cuatro de la tarde,y me regocijaba en la cómoda silla giratoria. Y mientras giraba en ella, pensé en toda la labor que había realizado durante el trabajoso día.

En eso entró Gertrudis por la puerta, con su disfraz de camarera. Disfraz, porque a mi gusto era tan ajustado, que parecía prestado.

- Su café y galletas. ¿Desea algo más?

- Más nada, muchas gracias.

Y me di vuelta a contemplar el cielo que se podía apreciar por la estrecha ventanita.

- Poco a poco el capital de mi gran inversión corporativa me permitirá demoler esta pared y hacer una ventana más grande.

Al ver que ya casi eran las cinco de la tarde, me preparé para abandonar mi sitio de trabajo.

En mis adentros, repetía cálculos financieros, movimientos bancarios, y planificaba negocios. Todo digno de un gran empresario sin mucha experiencia pero con delirios de grandeza.

Y miré el relojito que yacía sobre mi escritorio, faltaban sólo dos minutos para las cinco.

Al lado del reloj, estaba la foto de mis padres, quienes habían forjado mi pasado, permitiéndome alcanzar este punto de gloria y majestuosidad entre las grandes compañías.

Al lado de la foto, un gran taco con anotaciones, ideas, fechas y números.

Al frente del taco, un gran calendario, con la programación del mes completo.

Y frente a todo, mi nombre en una tablilla de madera, exponiéndolo hacia quien visitara la oficina del gran jefe, o sea, yo.

Y llegó la hora número diecisiete del día.

Tomé mis cosas, y antes que pudiera levantarme, miré nuevamente el escritorio, jactándome internamente de cuanto camino había recorrido durante mi vida para llegar a lo que era.

Volteé la vista, y dejé mi maletín sobre la cama. Me saqué los calcetines y como ya llevaba el pijama, me metí bajo las sábanas.

Y llegó la enfermera.

- Bien, Errázuriz. Lo ha hecho bien hoy. Mañana será un gran día – continuaba mientras me daba el medicamento de las cinco –, vendrán a verlo sus familiares justo aquí, a su oficina.

Y abandonando la habitación, disminuyó la luz artificial.

Y cerré los ojos, pensé: y así seguirá creciendo mi industria de ideas. Algún día alguien las tomará y hará un gran libro.

El anciano de la calle dos

Eran las once y cuarenta de la noche. Cinco señoras esperaban fuera de la casa de Don Cristóbal, todas vestidas de negro, con abrigos largos que llegaban a sus pies. Él, sentado frente a su mesa redonda, en el living de su casa, temblando, iluminado por el débil fulgor de un candelabro con sólo una vela. Vestía su sombrero de copa, un largo abrigo negro, un pantalón largo y sus bototos del mismo color. Miraba nervioso una y otra vez el reloj de bolsillo, a través de su viejo y desgastado monóculo.

El reloj, poco a poco se acercaba a la medianoche. Sabía, con el pasar del tiempo, que esas señoras lo esperaban en el alero de su hogar.

Y el gran reloj de pared que se ubicaba tras de sí dio su primera campanada.

Don Cristóbal se levantó de su silla, mirando el techo de la estrecha habitación. Estuvo a punto de golpear al reloj de pared, sin embargo un bastón que colgaba del perchero le impidió hacer el movimiento completo, golpeándose la mano. Repetía incesantemente “porqué, porqué”...

Y la primera señora se colocó frente a la puerta. Con su mirada fija, seria como la muerte y fría como el invierno cerró sus ojos, y abandonó la estancia.

Don Cristóbal se sentó nuevamente, y sin pensarlo más, le dio un golpe fulminante a la mesita, se paró y golpeó finalmente al reloj, quebrando el cristal frente al péndulo. Cuando logró darse cuenta, su mano sangraba, pero no alcanzaba a sentir dolor alguno. Su sombrero yacía en el suelo.

Entonces la segunda señora se acercó a la puerta de la casa. Golpeó la puerta tres veces, y como Cristóbal no respondió, se volteó. Y empujando con gran violencia la pequeña puerta de la cerca de madera, abandonó la casa, perdiéndose en la niebla naciente.

Don Cristóbal, ahora adolorido, reubicó la silla al frente de la mesa, y se sentó nuevamente, colocando su cabeza entre las manos.

Luego de miles de pensamientos sin origen o destino, levantó su cara, y miró el reloj de bolsillo al que, sin haberse dado cuenta, le había roto la esfera de cristal.

En vano, y aprovechando la posibilidad, manipuló las manecillas del reloj, atrasando la hora en un penoso gesto. Sin más consuelo, lanzó el reloj por la ventana, dejando un agujero y algunos vidrios

La tercera señora, habiéndosele agotado la paciencia, abandonó el terreno. Y antes de atravesar la cerca, recogió el reloj, y colocándoselo bajo el abrigo, continuó su viaje.

Sin embargo, Don Cristóbal, apaciguado por la octava campanada del estropeado reloj, se dejó abandonar por el designio tormentoso: abandonó la silla y se dirigió a la ventana, por donde había salido el reloj de bolsillo recién aventado.

Contemplando la luna, que apenas se veía por la niebla, pudo respirar la brisa del aire de medianoche que entraba por el agujero.

Y una lágrima cayó por su mejilla.

Abandonado al silencio, se dio media vuelta.

Y la cuarta señora, mirando hacia la ventana a la diestra de la puerta principal, contempló con tristeza lo que ocurría tras ella, y luego se fue hacia la calle, perdiéndose en la noche.

Don Cristóbal, entonces, recogió el sombrero, y tomó su bastón del perchero, que se había caído a medias hacia la esquina del habitáculo.

Apagó la vela de un suave soplo, y comprobando que su abrigo estuviera abotonado y estirado, encendió un habano que tenía oculto en la cartera al interior de él.

Abrió la puerta, y la última señora lo esperaba. Como él no la podía ver, simplemente continuó su camino hacia la obscuridad.

Y ahí, ella se quedó. Mirando como Don Cristóbal caminaba a lo largo de la calle.

Y ella, que se llamaba Aceptación, caminó a reunirse con las otras señoras: Negación, Ira, Negociación y Depresión, mientras el viejo se reunía con la última hermana de ellas:

La Muerte.

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Basado en la teoría de las Etapas de la Muerte, según Elizabeth Kübler-Ross (1969). Historia original.

lunes, 29 de junio de 2009

Reciprocidad

Y preocupado, bajó por la escalera en pijamas, cautelosamente y empuñando su revólver. Esos ruidos provenientes del salón tenían que ser de un ladrón.. ¡Oh, valiosos jarrones! ¡Y tamaño espejo traído de la India! No… ¡no se llevará nada más que una bala en su intestino! – se dijo.

Y entrando al salón a oscuras, sintió una bala rozar su piel. Cuando reaccionó, devolvió el disparo y sintió un cuerpo cayendo. Tanteando en la oscuridad, fue a dar al espejo, y en vez de apoyarse en él, pasó de largo, cayendo al otro lado.

Todo era oscuridad, y caminó erráticamente entre objetos que le eran familiares.

En eso, sintió pasos a su lado, y rápidamente le disparó a una figura humana moviéndose cerca. Cuando se dio cuenta que había fallado, sintió un dolor agudo en sus entrañas: ahora llevaba una bala en su cuerpo.

Cuando cayó al suelo, alguien tanteaba las paredes de la habitación, y antes de expirar, miró que la figura se caía a través del espejo.

Psicopatología sin adherencia.

Y mientras tomaba el té, Juan refunfuñaba a regañadientes, y dijo:

- ¡No me tomaré este medicamento!

Y tiró la caja lejos.

Y el té salió de la taza, y se bebió a Juan de un sorbo.

La misión a Gmir

Y llegamos finalmente a la superficie de Gmir, la tercera luna de Urkaj, éste a su vez el cuarto planeta del sistema Ornag, que giraba en torno al sol Tmkig.

Al fin descendió la nave de propulsión de hidrogeniones, habilitando la cúpula de sobrevivencia temporal, que nos proveía de oxígeno por algunas horas.

Y habiendo cumplido mi breve misión en la superficie de Gmir, miré al capitán de la escuadra, y le dije:

- ¿Y tanto nombre para instalar una antena de cable a su casa?

viernes, 11 de julio de 2008

Relato del tesoro perdido

Y fué en el último trecho del bosque donde encontré aquél sitio desolado, marcado con una gran y colorida equis.

-¡Es aquí!- me dije con gran alegría, y desprendí las ramas para despejar la piedra del templo.

Al fin el tesoro, al fin el encuentro, miles de kilómetros recorridos para encontrarme de cerca con mi destino, de años de seguimiento. La puerta se abrió automáticamente, y dió paso a grandes columnas de diferentes objetos raros. Una verdadera ciudadela oculta, con seres extraños que entregaban sus extrañas placas a cambio de esos objetos. Sabía que había llegado al mundo perdido. Era cosa de mirar el mapa: estaba pronto a encontrar el fruto de la felicidad- según yo-, que iba a cambiar mi vida.

Fué entonces que miré: ahí estaba. Perfidia de hombres a tal maginificencia. El poder de este ser era tal, que determinaba quién recogía los tesoros de este mundo perdido.

Sudando, me acerqué a él, y luego de tomar uno de los tesoros, me dirigí con cautela... paso a paso...

-¿Acumula puntos?

viernes, 27 de junio de 2008

La Teoría del Trianión

Cuando el Capitán de Nave a cargo, de la quinta unidad de exploración dio aquella orden, sabíamos que lo único que restaba era acatarla. De cierto modo, sus 25 años de experiencia no eran tantos, de hecho era el capitán más joven de la flota. Todo indicaba que llegaríamos antes del almuerzo a casa, sin embargo, algo me decía que sería más dificil de lo que suele ser.

Salí entonces de mi camarote, aseguré la habitación y me dirigí a la sala de recepción.

- Buenos días, señor.

Quince pasos más adelante, me di cuenta que la verdad estaba cerca. Todo dependía de la rudeza, experiencia y la habilidad del capitán, y de ello dependía el éxito o fracaso de nuestro acometido.

- Señor, el segundo de abordo me ha dicho que lo necesita en el puente.

Como en toda nave las distancias son exuberantemente grandes, seguramente pensaba que tomaría algún atajo, pero por alguna razón oculta, quise tomarme mi tiempo.

¿Que sucedía entonces? ¿Porqué a estas alturas tenía dudas con respecto a quienes nos dirigían a casa?

Una voz por radio se oía a lo lejos:
- Nos informan de meteorología que las condiciones para entrar a la atmósfera son inadecuadas, ¡El capitán debe reevaluar la situación!

Un montón de caras sorprendidas, estupefactas, dubitativas, temerosas. Todos sabíamos que la situación se complicaba. Todos sabíamos que nuestras vidas dependían de una sola desición, que ya estaba tomada...

Le mencioné a un guardia:
-¿Crees que esto resulte?

Su cara se empobreció de semblante aún más, y su rol de guardia había traspasado ya la última cubierta de abajo, derritiéndose por medio del ducto de ventilación.

Me dirigí al puente de mando, con gran tranquilidad. Temí cierto reproche por llegar en tal estado, pero no lo demostraba. Sabía que una actitud vacilante no podía ser parte de ningún tripulante de nuestra nave. Me dirigía al lugar donde la desición se había tomado... a donde la responsabilidad de un equipo entero estaba a cargo de una sola persona. Pues en ese entonces quise enfrentarlo, quise mirar de frente al Capitán.

-Buenos días señor, este es el informe de estado que me pidió por la tarde.
-Gracias, Sullivan.

Con gran actitud, pero con cierto grado de desesperanza, subí escalón por escalón, hasta llegar a la Plataforma de Gobierno de la nave. Ahí se encontraba el timonel, que se mantenía exactamente en la misma posición desde la última vez que lo vi.

Y ahí estaba él.

Frente a mi, mirándome fijamente, y con un aspecto fornido, mirada decisiva, corazón duro. Duro en ese momento, porque toda una tripulación dependía de él.

Al frente de la nave, en la cabeza del aparato, al frente de su gente, realizando una actividad para la que no había nacido, sino hecho. Dirigir.

El Segundo a bordo realiza la misma pregunta:
-¿Capitán, entramos a la atmósfera?

Y el silencio otorga, pero nunca internaliza la decisión. Es como una despedida: la resignación no puede ser la prueba de que se desee ese adiós.

Sin embargo, no hubo negación alguna. El capitán, mirada firme, me indicaba que ya era tarde para arrepentirse.

-¡Defensa, comandante; active campo de protección!
-¡Comandante, defensa; el sistema de protección está dañado severamente; no soportará la entrada a la atmósfera!
-¡Defensa, comandante; proceda sin condición!

Y llegó la hora de la verdad.

Y la desesperanza gobernó la mente de cada tripulante. Cada gota de adrenalina se encontraba en su máxima concentración en cada sistema circulatorio. La temperatura comenzó a subir, la inestabilidad de la nave se traspasaba a cada músculo.

Y no lo soportó.

Su lucha mental era interna, pues la estructura del navío cedía, pero no colapsaba, ni iba a hacerlo.

Sentía el peso de la responsabilidad joven, del formar parte de cada persona al interior de la nave.
Y así, cinco minutos de martirio. Cinco minutos de pelea consigo mismo. De deseo de aceptar que la determinación que se había tomado era sólo suya. El capitán se mostraba sereno por fuera, pero intranquilo por dentro. Y yo lo vi todo. Lo supe por su mirada, sus gestos, el sudor de sus manos.

-Capitán, Gobierno: Sistema de estabilización activado, eliminando gravedad interna.

Y lentamente la nave recuperaba su posición hacia el horizonte. La seguridad volvía.

-Capitán, Gobierno: La nave se dirige a posición 018, a 120 nudos.
-Gobierno, detención total.
-Capitán, Gobierno, sí señor.

Y lo que se supone que iba a ser lentamente no dió más y el armatoste se detuvo de pronto.

-Es la Teoría del Trianión.

El Capitán al fin daba crédito al origen a su teoría, que lo había mantenido con las tripas en la mano durante la llegada. Pues su mirada, mantenida en mi, se alegraba, me comunicaba que nuestra determinación fué la correcta.

Y el Capitán al fin comenzaba a aceptar su verdadero rol, su verdadera responsabilidad.

Fue entonces cuando me di vuelta y pude regresar a mi habitación.

-Buen trabajo, Capitán.
-Gracias. Y quiero que saquen ese espejo de al frente del puente de mando, creo que ya no lo necesito más.