Y Thomas, estudiante Universitario, no podía conciliar el sueño.
Eran ya las cinco de la mañana, y aunque intentaba una y otra vez cerrar las pestañas, no lo lograba.
En su escritorio tenía una vela encendida, de estas aromáticas, que intentaba oler una y otra vez sintiendo muchas veces como el humo penetraba incómodamente las fosas nasales, y nuevamente la dejaba en el centro de la mesita de noche que tenía ubicada al lado de su cama. En realidad, cumplía la función de velador, y no porque no tuviere uno, sino porque la mesita le gustaba mucho.
Entonces comenzó a escribir.
Imaginó a una gran caravana de payasos recorriendo las calles de su antigua ciudad.
Muchos, con serpentinas dando volteretas y sonriendo mientras saltan y juegan con el público que los admiraba.
Otros, tocaban flautas y otros instrumentos al compás de la música, que sonaba desde un gran carro alegórico con una orquesta en su interior, todos vestidos de payasos.
Y habían niños, muchos niños, comiendo algodones de azúcar, y manzanas confitadas. Imaginó a uno de ellos perdiendo uno de sus dientes de leche mientras mascaba una gran manzana confitada.
Otro niño, más pequeño, le lanzaba palomitas de maíz a uno de los payasos, mientras esperaban que la caravana avanzara. El payaso, sin dejarse esperar, se volteó y le hizo sonar una corneta en la cara. El niño, se asustó y corrió a la falda de su madre que conversaba con su vecina sobre recetas de cocina.
Y mientras imaginaba y escribía sobre lo que allí ocurría, pensaba: le llamaré a esta ciudad la ciudad de la alegría.
Y comenzó a describir cuanto allí podría suceder: los adornos de las casas, volantes anunciando los circos cercanos, y los programas de las interminables caravanas de payasos que recorrían la ciudad.
Y se dijo: muchos payasos al fin y al cabo, aburrirían.
Así que le agregó algunos magos haciendo sus travesuras en carpas, distribuidas en varios puntos.
Y desfiles de niños, que se disfrazaban. Ellos participaban en grupos organizados de disfraces, y se llamarían Compañías nacionales de disfrazados. Y cada mes debían elegir un tema para representar.
Y pensó luego en que más le faltaba a su ciudad, y se dijo “Una ciudad sin provisiones no puede alimentarse”. Así que proveyó a los habitantes de tiendas, pero todo debía ser en torno a la alegría.
El Alcalde, Don Javier Mucharrisa, tenía un arduo trabajo asegurándose que la alegría brotara por todos los ciudadanos del poblado.Y porqué no decirlo: su fiel secretaria, Mirchis Tosa, que cada día le preparaba su agenda, porque él era muy distraído (si mejor hubiere sido ella la alcaldesa).
Y diseñó entonces el Palacio Risotada, desde donde las principales autoridades hacían crecer la Ciudad de la Alegría.
Pero Thomas, mientras escribía, fue poco a poco cayendo en el sueño, hasta que de un minuto a otro no pudo más…
…y antes que pudiera darse cuenta, ¡Thomas estaba en su ciudad!
Lo primero que hizo, es mirarse a si mismo en el vitral de la famosísima Clínica Odontológica Risa Eterna (Donde le perfeccionamos su risa). Estaba vestido como payaso.
Todos los transeúntes caminaban con corbatines, serpentinas, y sonrisas… pero ¡un momento!… ¿Todo el mundo sonreía? Es que acaso… ¿Thomas estaba en el mundo ideal?
Y Thomas caminó por la calle Buen Humor, mirando las tiendas y a la gente caminando. Los automóviles que a veces pasaban tenían colores vistosos, sin embargo la gente prefería los monociclos y las bicicletas en miniatura para movilizarse.
Y notó que efectivamente, todo el mundo sonreía.
Pero unos gritos le llamaron la atención: provenían de la otra vereda, desde la tienda de regalos “Caja de sorpresas” (Lleve dos y le regalamos un chiste). Un tipo, con una peluca gris y dos grandes mechas hacia el cielo, gordo y vestido como payaso elegante (supuse de inmediato que era el jefe), sonreía con la mejor de las sonrisas que pude haber visto hasta ahora. Al frente de él, un tipo triste, vestido de verde y con una peluca amarilla, el único con esa cara. Y el jefe le decía:
- ¡Pues si no sabes sonreír, no perteneces a este planeta! ¡Estás despedido! ¡Y más te vale sonreír, porque si te pilla la policía, te arrestan de inmediato! ¡Ya conoces las leyes! ¡Sonríe hasta el fin por siempre!
Y se volteó, con la misma sonrisa con la que salió, golpeando la puerta de su tienda.
Y ahí Thomas se dio cuenta de lo que ocurría: la gente, discutiendo y maldiciendo la infinidad de problemas que había acarreado la falta de servicios que no fueran el afán de mantener tal sonrisa: habían academias de chistes, tiendas de malabares, artículos de diversión… pero la gente no tenía si quiera donde guardar sus ahorros, porque el Banco Nacional de la Alegría sólo recibía depósitos de chistes (que ya me parecía la única forma de pago existente). Y cerca de él, oyó una conversación (de una persona, por cierto, hipersonriente):
- ¡Ya me quitaron todo! ¡Como no tengo ánimo de contar chistes, me embargaron todas mis cosas! ¡Me dijeron que tenía que pagar una multa de doscientos chistes si quería recuperar mis cosas, antes del próximo mes! ¡Estoy arruinado!
Y no pudo más, y comenzó a llorar. Como si de un alienígena se tratara, la gente se detuvo a mirarlo, como si hubiera robado alguna tienda comercial. Y llegó un vehículo rosa, del que salieron dos payasos (aun más sonrientes) con varas inflables de color rojo. Acto seguido, esposaron al sujeto triste con dos anillos de goma amarillos y con una gran cerradura, al cual le hicieron girar una gran llave inflable. Luego, lo metieron al vehículo, y se lo llevaron.
Y antes de abandonar la calle, se abrió el vidrio de caramelo del lado que daba hacia Thomas, y se asomó uno de ellos, diciéndole:
- Si al regresar no sonríes, te llevaremos a ti también.
Y luego… luego… el despertador sonaba sobre la mesita-velador de Thomas. Y los escritos yacían en el suelo, desordenados.
Y Thomas, se decidió tirarlos al cestero de basura, tomó su toalla, y se dirigió al baño, mientras se decía a sí mismo:
- Aún prefiero mi vida como es, tal y cual, porque los problemas que tengo, ya los conozco de antes.